Corría el
año 1960 cuando el presidente Mao Zedong anunció que se iba a dar inicio una
nueva revolución —la revolución cultural proletaria— cuya finalidad sería la de
acabar con los denominados “cuatro viejos”: las viejas costumbres, los viejos
hábitos, la vieja cultura y los viejos modos de pensar. Para muchos, aquel
anuncio constituía una buena nueva que debía ser proclamada de manera inmediata
a los cuatros vientos. Sin embargo, la realidad resultaba mucho más compleja y,
sobre todo, siniestra. Lo que, en apariencia, era un intento de profundizar en
las metas revolucionarias del Partido comunista chino, en realidad, era una
espesa cortina de humo y sangre para ocultar una encarnizada lucha por el
poder.
Al igual que había sucedido con anterioridad en otros regímenes comunistas, las medidas económicas tomadas por Mao se habían saldado con estrepitosos desastres que se tradujeron en la muerte por inanición de decenas de millones de personas. El fracaso del denominado Gran salto adelante incluso abrió el camino hacia el poder a personajes como Liu Shaoqi y Deng Xiaoping que pretendían mejorar la gestión económica y evitar así el colapso de un sistema que no podía aspirar a perpetuarse sólo mediante la represión más descarnada. El aumento de poder de los citados dignatarios fue interpretado por Mao —seguramente con razón— como una amenaza para su posición personal. Para evitar el verse relegado a un plano secundario y quizá sólo decorativo, Mao acusó a sus rivales de revisionistas, apeló fundamentalmente a los elementos más jóvenes del partido e intentó controlar de manera muy especial el poder en las fuerzas armadas. Iniciada en Shanghai, la revolución cultural proletaria se extendió rápidamente a Pekín siendo el primer represaliado Luo Ruiqing, jefe de Estado Mayor del Ejército Popular de Liberación. De la caída de Luo, se benefició Lin Biao, ministro de Defensa, y, muy especialmente, Mao que, al asegurarse el control militar, contaba con todas las bazas en sus manos.
Pero junto al empleo de la fuerza, Mao demostró contar con un especial talento propagandístico. En 1966 apareció el famoso Libro Rojo, pronto traducido a decenas de lenguas, donde se recogía mediante una selección de citas el pensamiento político de Mao. A partir de ese momento en especial, Mao recurrió al uso masivo del terror llevado a cabo fundamentalmente por los guardias rojos. Éstos, en su mayoría extremadamente jóvenes, comenzaron no sólo a criticar sino también a delatar y agredir a maestros, educadores y padres.
Durante 1968 dio la impresión de que el régimen comunista estaba a punto de colapsarse especialmente cuando miles de personas murieron en enfrentamientos en las provincias de Guangdong y Guangxi. Semejante situación determinó el inicio de un cambio de rumbo en la revolución cultural. Así, aunque los máximos dirigentes del partido se vieron obligados a realizar su autocrítica en las escuelas de mandos Siete de Mayo, la oleada represiva comenzó a ceder. La circunstancia decisiva que concluyó con la revolución cultural se produjo en marzo de 1969 cuando estalló en el norte de China un conflicto fronterizo con la URSS, mientras al sur Estados Unidos libraba la guerra de Vietnam. Temeroso de que la difícil situación internacional se sumara al caos interno, Mao decidió dar por concluida la revolución cultural proletaria.
Al igual que había sucedido con anterioridad en otros regímenes comunistas, las medidas económicas tomadas por Mao se habían saldado con estrepitosos desastres que se tradujeron en la muerte por inanición de decenas de millones de personas. El fracaso del denominado Gran salto adelante incluso abrió el camino hacia el poder a personajes como Liu Shaoqi y Deng Xiaoping que pretendían mejorar la gestión económica y evitar así el colapso de un sistema que no podía aspirar a perpetuarse sólo mediante la represión más descarnada. El aumento de poder de los citados dignatarios fue interpretado por Mao —seguramente con razón— como una amenaza para su posición personal. Para evitar el verse relegado a un plano secundario y quizá sólo decorativo, Mao acusó a sus rivales de revisionistas, apeló fundamentalmente a los elementos más jóvenes del partido e intentó controlar de manera muy especial el poder en las fuerzas armadas. Iniciada en Shanghai, la revolución cultural proletaria se extendió rápidamente a Pekín siendo el primer represaliado Luo Ruiqing, jefe de Estado Mayor del Ejército Popular de Liberación. De la caída de Luo, se benefició Lin Biao, ministro de Defensa, y, muy especialmente, Mao que, al asegurarse el control militar, contaba con todas las bazas en sus manos.
Pero junto al empleo de la fuerza, Mao demostró contar con un especial talento propagandístico. En 1966 apareció el famoso Libro Rojo, pronto traducido a decenas de lenguas, donde se recogía mediante una selección de citas el pensamiento político de Mao. A partir de ese momento en especial, Mao recurrió al uso masivo del terror llevado a cabo fundamentalmente por los guardias rojos. Éstos, en su mayoría extremadamente jóvenes, comenzaron no sólo a criticar sino también a delatar y agredir a maestros, educadores y padres.
Durante 1968 dio la impresión de que el régimen comunista estaba a punto de colapsarse especialmente cuando miles de personas murieron en enfrentamientos en las provincias de Guangdong y Guangxi. Semejante situación determinó el inicio de un cambio de rumbo en la revolución cultural. Así, aunque los máximos dirigentes del partido se vieron obligados a realizar su autocrítica en las escuelas de mandos Siete de Mayo, la oleada represiva comenzó a ceder. La circunstancia decisiva que concluyó con la revolución cultural se produjo en marzo de 1969 cuando estalló en el norte de China un conflicto fronterizo con la URSS, mientras al sur Estados Unidos libraba la guerra de Vietnam. Temeroso de que la difícil situación internacional se sumara al caos interno, Mao decidió dar por concluida la revolución cultural proletaria.
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